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miércoles, mayo 8, 2024

El reloj de arena del príncipe

Se ha dicho hasta la saciedad: la política trata del poder, de cómo se obtiene y cómo se administra. ¿El poder para qué? Para dirigir a las masas que por sí mismas no se pueden poner de acuerdo en nada; hay que darles también un sentido de pertenencia; hay que dotarlas de una identidad y una afiliación para que su existencia gregaria tenga sentido. La identidad es la “nación”, y la afiliación es la membresía de cada uno.

¿Sentido de qué y para qué?, preguntamos socráticamente, y ¿hacia dónde se debe dirigir esa masa? ¿Se trata de algún lugar prescrito en los orígenes del pueblo? Algunos dirán: “hacia la tierra de la felicidad”, o como suelen decir los economistas con endeble esperanza, hacia el “bienestar social”. ¿Y cómo logramos alcanzar semejante empresa? Depende del camino que elijamos, del método que escojamos. Eso nos lleva hacia donde se ubican los políticos; porque resulta que, sin la dirección de “los que saben”, es imposible llegar a esa tierra prometida. De esta manera, los economistas van quedando en segundo plano, y los cuernos del toro los toman los mismos políticos.

Sin embargo, con el pasar del tiempo, lo que se aprecia es cualquier cosa, menos la pretendida felicidad. ¿Qué es lo que falla aquí? Los mismos políticos se encargan de contestar: “el tiempo para gobernar no es suficiente, necesitamos un poco más”. La mala noticia para ellos es que hay otros compitiendo por el trono, de modo que hay que inventarse una forma de dilatar el tiempo, tal vez un reloj de arena donde cada grano descienda a razón de un año, o algo así. O quizás inventarse una teoría política de la relatividad.

Sin reloj ni teoría, se acude a los hechos: habrá que reformular las viejas leyes prescritas en la constitución, en nombre de la felicidad del pueblo. De este modo, el esfuerzo queda justificado. No para los otros que pretenden el poder, a quienes no les cae en gracia la maniobra. Carl Schmitt les denomina los “enemigos políticos”. Entre silbidos y protestas, quienes detentan el poder no tienen otra opción que hacerse sentir: le llaman “represión”, que es un derecho que se reserva todo príncipe; es la violencia legitimada contra los “inimicus” de Schmitt, a falta de autoridad que es la obediencia consensuada.

Pasado el tiempo, el bienestar nunca termina de arribar; cunde el ladronismo, pululan los malandrines, y todos desconfían de todos; la sociedad pierde su identidad; nadie sabe a qué apostarle en el duro camino de la existencia; las masas se desmoralizan. La economía se viene abajo, la prosperidad pretendida es apenas una burda caricatura.

El príncipe exige más tiempo; consulta al oráculo plebiscitario; se muestra agresivo en las redes sociales; reescribe la Historia; se publicita como “el salvador” y hasta ofrece regalías de toda especie; jardines babilónicos a falta de pan, puentes sobre ríos inexistentes; cosas así. Las masas se ponen eufóricas como hinchadas del Real Madrid o del Barcelona, y el vaticinio se cumple. En la ceremonia de la victoria, se le hace entrega al príncipe de un reloj de arena, cuyos granos tardarán un centenar de años en descender. Eso fue lo que le dijeron.

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