ESTÁN asustados –según los comentarios que se escuchan de directores de programas noticiosos, y lo que se lee en artículos de los periódicos como en otras publicaciones de prensa– del nivel de violencia política desatada en época reciente.
Digamos, a partir de los discursos incendiarios que incitaron el asalto del Capitolio cuando agresivas bandas de radicales quisieron impedir la oficialización de resultados en las elecciones pasadas, hasta lo más reciente de otros hechos deplorables, que han escandalizado a propios y extraños, ocurridos en esta campaña electoral.
Quizás, no entiendan todavía que las palabras tienen peso –el poder de las palabras bien para el bien o para el mal– sobre todo en boca de semejantes figuras políticas cuyas potentes bocinas mueven el nervio de los impulsos primarios de tanta gente en el país.
Lo incomprensible –aparte de lo anterior que efectivamente es una razón por la cual se ha generado ese comportamiento belicoso en sectores radicalizados– es que ignoren cuál sea el otro surtidor, si no la causa que carga mayor peso de culpabilidad, propulsor de ese peligroso fenómeno que los golpea.
¿Por qué no han hecho nada por controlar esa plaga barrenadora de la corteza democrática que rompe la sensible fibra de la sociedad, es un misterio? Siquiera sujetando a esos portales al mismo conjunto de normas que rigen a la prensa convencional –donde el delito por calumniar, difamar, destruir honras, incitar al odio, acarrea responsabilidad ante la ley– no como ocurre en la actualidad, donde nadie es responsable de nada por más daño que ocasione. “Las redes sociales han jugado un papel crucial en la exacerbación de la retórica violenta y la polarización política” no solo en los Estados Unidos sino en todas partes del mundo.
“Si bien la retórica agresiva de los políticos y las campañas tiene un papel importante en encender los ánimos, las plataformas tecnológicas, sin una regulación adecuada, se han convertido en instrumentos amplificadores de conflictos”.
“Estas plataformas dependen de algoritmos diseñados para maximizar el «engagement” (la interacción y el tiempo que los usuarios pasan en ellas), y una de las formas más efectivas de lograr esto es promoviendo contenido que genera reacciones emocionales fuertes, como el odio, la indignación o el miedo”.
Lo triste es que quienes legislan en “el imperio” –los mismos políticos que representan a las comunidades y a la gente que sufren las consecuencias de esta violencia desenfrenada– no muestran ahínco alguno por tomar al toro por los cuernos.
Es allá –“Silicon Valley” por ejemplo– la sede donde opera la mayor parte de estas plataformas tecnológicas. Los chinos, más astutos –su matriz ByteDance– limitan el Douyin (el TikTok chino) a un contenido educacional, artístico y productivo, para su población. TikTok –si bien es una fuente de creatividad y de información– está prohibido en China. La red social, para la guasa, el morbo, la degradación, la contaminación con material inapropiado a las sociedades, la adicción y la dependencia, con oficinas en las principales ciudades, opera en el resto del mundo.
(¿Entonces – tercia el Sisimite– han dejado que las plataformas tecnológicas y redes sociales operen a sus anchas, bajo un régimen de auto regulación? ¿Como si los dueños, sedientos de exorbitantes ganancias que les genera el enganche, vayan a querer limitar la transmisión de lo que enciende las más bajas pasiones del usuario? -Pues sí – interviene Winston– ¿de qué se asustan si lo que asusta es ese desparrame de toxinas venenosas que ellos mismos han soltado a los cuatro vientos? -Qué fatalidad –interrumpe el Sisimite– como que el mimado animalito de chiquito ya es toda una fiera que se les ha ido de las manos y ahora está a punto de devorarlos).