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sábado, mayo 11, 2024

El incontinente y Morazán

Desde hacía meses, antes de la rememoración discreta, triste, casi olvidada y por la mayoría ignorada, del natalicio del prócer máximo de la patria centroamericana, se había prometido abrevar en el manantial de su inspiración casi siempre exiguo, y escribir la obra cumbre salida de su sesera para honrar, como nadie, al héroe traicionado y fusilado el 15 de septiembre de 1842 en Costa Rica.

Envidioso que era, había quedado embelesado por la imaginación y genio creativo del escritor Julio Escoto en su divagación y rigurosa investigación histórica plasmada en su obra máxima -para él- “El General Morazán marcha a batallar desde la muerte”.

Lo admiró por ese texto, pero admitía que se mermó su estima al octogenario escribidor sampedrano desde que dejó los cuentos y las letras por las cuentas y los números, y de ensayista y crítico literario, entre otras virtudes que lo engrandecen, de escritor se volvió banquero como director del Banco Central.

Temía que, al maridarse con el gobierno, en agradecimiento por una jubilación decorosa y más que merecida con ese cargo, aquella pluma privilegiada se volviera alcahuete de oro convirtiéndose en un escribá de odas, de ficciones o alegorías en la próxima biografía suya en la que rastreramente enalteciera al profeta refundacional.

Fuera de esas suspicacias, no hubo tal escrito máster de su creación, no podía salir nada ilustre de su cerebro majadero y redacción de telegrafista, apenas trazó un vano y mediocre intento de un parangón morazánico inconcebible.

No pudo, luego no quiso escribir, desde una seguidilla infecciosa prolongada y combatida a fuerza de antibióticos, antiinflamatorios, analgésicos y medicamentos antiprotozoarios ingeridos para aniquilar cualquier bacteria, virus, gérmenes, protozoos, hongos o parásitos que, como palestinos desalmados, bombardearon su humanidad.

Un embate de su caballería intestinal lo sacó de las cavilaciones que lo habían consumido desde el ocaso del día y que, en el alba de la siguiente jornada, a fuerza de retortijones y carreras de velocidad cada 20 minutos al retrete, lo hacían palidecer casi hasta el color de la sal o de la transparencia, mientras sudaba helado como si una cocción infernal en la caldera del averno lo deshidratara para desaparecerlo.

Mientras se devanaba en su lecho y sentía que su vida torcida se le iba por el recto, creyó que algo similar, con escarnio en el alma en lugar de castigo en el cuerpo, debió sentir el patricio mayor previo a su fusilamiento hace 181 años, en San José.

Hacía símiles tontos e inútiles sobre su desagüe intestinal con la batalla hacia la muerte en aquella noche previa a ese 15 de septiembre fatídico para Centroamérica en que al general Morazán lo acompañaba su hijo Francisco Morazán Moncada, “Chico”, y los generales Vicente Villaseñor quien por apuñalarse agonizaba en un vertedero de sangre, y José Miguel Saravia que viajaba al más allá o al más acá tras ingerir una mortal dosis de estricnina.

En tanto a mí, se dijo compadeciéndose, en este combate a la incontinencia solo me acompaña una licenciada sin licencia. Cosas de la vida o del karma, pensó después, encabronado e irritado que soy, un pendejo sin siquiera verme, aunque tal vez olerme, me diagnosticó colon irritable.

Temporalmente suspendió su anhelo escritural para calmar la calamidad irritable con apellido del navegante italiano, perdido buscador de la India y descubridor de indios, y planeó intentarlo después tras domar a fuerza de fármacos los resabios del intestino. Así quedó amolado, sin ganas de pensar y menos de escribir después de aquel Niágara fecal que lo exprimió y casi lo redujo a un trapo mojado por las fiebres.

Poco después, ya con la efeméride del aniversario del vigilante enorme de la patria en su alta y oscura noche, se esmeró en intentar otra vez su proeza literaria recordando al paladín cuando, blandiendo su espada, no desmontaba de su cabalgadura enfrentando a los curas y nobles, conservadores todos que, a través de retrógrados con los apellidos Arce, Aycinena, Arzú y Beltranena, se oponían a la República Federal de Centroamérica, su anhelo primero y sueño máximo, mientras en Guatemala tramaban su destrucción, lo combatían en El Salvador y Honduras e intrigaban en Nicaragua y en Costa Rica fraguaban su traición para aniquilarlo en el cadalso.

Tampoco esta vez pudo, el ingenio azucarero en que la diabetes y la hipertensión arterial habían convertido su azaroso cuerpo le desató una infección molar que le inflamó hasta la raíz, no solo la mejilla derecha sino también el alma.

En la misma semana holgazana, en que a los morazánicos light o de cafetín los mandaron a vacacionar, otra infección urinaria le estrujó la hombría con un derrame de sangre con pujidos de dolor comprimido a la hora de evacuar.

Entonces elucubró de nuevo otra comparación estúpida al recordar el pundonor y arrojo de Morazán con su Ejército Aliado Protector de la Ley con el que le tocó enfrentar con texiguats, curarenes, lencas y guanacos al canalla Carrera en Chapinlandia, a su secuaz Milla en Hibueras y a Carrillo y Mayorga en la cobarde capital josefina, mientras a él le tocaba librar su guerra antinfección con amoxicilina, ibuprofeno,  azitromicina y como para anular una aberración venérea se inyectó benzetacil.

Y así, mientras Morazán con valentía de titán histórico hace casi dos siglos se hundía en la muerte acribillado en Costa Rica, que le canceló la visa para su sueño unionista sin impedir que volara raudo para vivir eterno en la historia, él, consumada infección ambulatoria, se sumergía en un letargo profundo prometiéndose cuidarse mejor, soñar más y pensar menos para no escribir más pendejadas.

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