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domingo, octubre 6, 2024

El erizo de Schopenhauer

Desde hace mucho tiempo sabemos que relacionarse con los demás resulta muy espinoso, incluso hasta el dolor cuando se trata de asociarse o vincularse con ciertas personas. De eso dio cuenta el filósofo Arthur Schopenhauer en su “dilema del erizo”, una parábola sobre lo complejo de las relaciones humanas.

Schopenhauer fue el padre del pesimismo filosófico, era un maestro para poder vivir mejor y sabía que la vida está sujeta a una larga cadena de azarosas y amargas circunstancias, analizó las dinámicas que dominan el mundo e indicó el camino para digerir mejor el difícil trago de la existencia. Por ello, las enseñanzas de este pensador alemán resultan muy actuales para enfrentarse a los peores males contemporáneos en un mundo hiperacelerado e individualista.

Schopenhauer plantea en su “dilema del erizo” que la necesidad de asociarse surge del vacío y la monotonía de la vida de los hombres, pero sus numerosas cualidades desagradables y repulsivas y sus insufribles inconvenientes los separan siempre y es la cortesía y los buenos modales los que permiten soportar estar juntos tras la distancia que finalmente descubren.

Así, sin esa gentileza estaríamos condenados a nunca poder satisfacer plenamente el deseo de tener relaciones sociales positivas, una de las necesidades humanas más fundamentales y universales.

Ese dilema es una analogía en relación con que un día muy helado, un grupo de erizos que se encuentran cerca sienten simultáneamente la necesidad de juntarse para darse calor y no morir congelados. Cuando se aproximan mucho, sienten el dolor que les causan las púas de los otros erizos, lo que les impulsa a alejarse de nuevo.

Sin embargo, como el hecho de alejarse va acompañado de un frío insoportable, se ven en el dilema de elegir: herirse con la cercanía de los otros o morir. Por ello, van cambiando la distancia que les separa hasta que encuentran una óptima, en la que no se hacen demasiado daño ni mueren de frío.

A través de esta analogía, Schopenhauer invita a reflexionar sobre la vida social y las dificultades que surgen al intentar satisfacer nuestras necesidades sin lastimarnos mutuamente.

“En virtud de ello, es cierto que la necesidad de calor mutuo sólo será satisfecha imperfectamente, pero, por otra parte, no se sentirá el pinchazo de las púas”, recalca.

El dilema de los erizos es una metáfora de la vida social, sobre lo mismo que los humanos buscamos en la compañía de los demás para no perecer de soledad y hastío, pero no podemos frecuentarnos demasiado de cerca sin herirnos unos a otros con nuestras ambiciones opuestas.

Esa teoría plantea una visión profunda de la realidad y la condición humana, las complejidades de las relaciones sociales y los conflictos interpersonales. ¿Por qué el concepto del erizo?, para responder a esa interrogante basta el ejemplo del zorro, animal astuto que persigue una multiplicidad de objetivos al mismo tiempo, apreciando el mundo en toda su complejidad, mientras el erizo simplifica un entorno complejo en una única idea.

Un solo principio organizador que lo guía todo. Los erizos enseñan a bajar el ritmo y a tomar la vida con calma y a tener confianza en sí mismo porque se relajan y responden cuando están tranquilos y confiados.

La disyuntiva sobre estos mamíferos enseña que es fundamental encontrar un equilibrio entre la colaboración y la autonomía individual; es un mensaje magnífico de cómo la creatividad puesta al servicio de una buena causa es una gran aliada para superar la adversidad y resolver los conflictos.

Ante esa en encrucijada, la solución acertada pasa por encontrar la distancia adecuada como propone el dilema del erizo: ni tan cerca de los demás como para salir herido, ni tan lejos como para morir de frío. A pesar del pesimismo de Schopenhauer, la genialidad de la parábola resonó en quienes sondeaban los desafíos de la intimidad, como Sigmund Freud, que la popularizó al discutir sobre la ambivalencia de los sentimientos inherente a las relaciones a largo plazo.

Para el padre del psicoanálisis no existe el afecto puro: en el amor, hay odio y en el odio, amor, además argüía que “el arte de crecer consiste en intentar una y otra vez, mediante ensayo y error, para encontrar la distancia adecuada para evitar hacerse daño”.

“En primer lugar, le permite estar consigo mismo y, en segundo lugar, le impide estar con otros, una ventaja de gran importancia, dada la cantidad de restricciones, molestias e incluso peligros que existen en toda relación con el mundo”, añadía.

Lo sabía de primera mano pues él prefería no arriesgarse a pincharse con las púas de los demás, así que vivió virtualmente aislado. Schopenhauer murió en su apartamento de Frankfurt en 1860 a la edad de 72 años, tras una larga enfermedad.

En sus últimos años recibió la aclamación que siempre había ansiado, pero nunca tuvo éxito en el amor de los seres humanos, aunque sí de otros seres menos espinosos que las personas y los erizos: los perros que siempre lo acompañaron.

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