EN estos días, el este y norte de Estados Unidos parecen haber sido arrojados a un horno invisible. Las temperaturas han superado los 39 °C en ciudades como Nueva York, Filadelfia y Washington, con sensaciones térmicas que rebasan los 43 °C. A propósito, recién en Honduras estuvimos asustados con solo haber experimentado temperaturas bastante elevadas que alcanzaron máximas de hasta 35° C., que representaron una intensa sensación térmica, especialmente por la alta humedad y la baja precipitación en ciertos días.
Pero esto no es un fenómeno aislado ni pasajero: es parte de una tendencia global que exige atención urgente. Más de 150 millones de personas están bajo alertas por calor extremo. Lo que está ocurriendo no es simplemente “verano”.
Es el resultado de una combinación peligrosa de factores: el cambio climático inducido por la actividad humana, la urbanización descontrolada y la alteración de patrones atmosféricos como las cúpulas de calor, que atrapan aire caliente sobre regiones enteras durante días o semanas. El calentamiento global ha intensificado la frecuencia, duración y severidad de las olas de calor en todo el planeta. Y lo más alarmante es que estas condiciones ya no son excepcionales: se están convirtiendo en la nueva normalidad.
Las consecuencias son múltiples y devastadoras. Desde problemas de salud pública —golpes de calor, deshidratación, aumento de enfermedades respiratorias— hasta impactos económicos por interrupciones en el trabajo, el transporte y la agricultura. Las ciudades, con su asfalto ardiente y escasa vegetación, se convierten en trampas térmicas. Y las poblaciones más vulnerables —ancianos, niños, personas sin hogar— son las más expuestas.
Entonces, ¿cómo enfrentamos este desafío? En primer lugar, con preparación. Las autoridades deben establecer planes de emergencia climática que incluyan centros de enfriamiento, alertas tempranas y acceso a agua potable. Las infraestructuras urbanas deben rediseñarse con criterios de resiliencia: techos verdes, más árboles, materiales reflectantes.
Y a nivel individual, es vital adoptar hábitos de protección: mantenerse hidratado, evitar la exposición directa al sol y cuidar a quienes no pueden hacerlo por sí mismos. Pero la respuesta no puede quedarse en lo inmediato. Es necesaria una transformación profunda. Las sociedades deben asumir su responsabilidad en la crisis climática.
Esto implica reducir drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero, abandonar los combustibles fósiles y apostar por energías limpias. También exige una revisión de nuestros modelos de consumo, transporte y producción. No se trata solo de “adaptarse” al calor, sino de evitar que siga empeorando. Además, es hora de que el debate climático deje de ser técnico o lejano.
Las olas de calor no entienden de ideologías ni fronteras. Son una experiencia tangible, dolorosa y compartida. Y deben convertirse en un catalizador para la acción colectiva. La ciudadanía tiene un papel crucial: exigir políticas ambiciosas, apoyar iniciativas sostenibles y educarse sobre los riesgos y soluciones.
En definitiva, las olas de calor que hoy sofocan a millones son más que un fenómeno meteorológico: son un síntoma de un planeta en desequilibrio. Ignorarlas sería como apagar la alarma sin apagar el fuego. Escucharlas, en cambio, puede ser el primer paso hacia un futuro más habitable. Porque si algo nos enseña este calor abrasador, es que el tiempo para actuar no es mañana. Es ahora.