Estamos tan confundidos y angustiados que parecemos náufragos en medio del océano de la desesperanza. Además de que estamos hartos de tanta mala noticia con las que cotidianamente nos despiertan los medios de comunicación.
Preferimos echar la vista hacia otro lado, y jugar a que no pasa nada en nuestras vidas. Nuestra situación nacional es parecida a la del viajero que conduce un coche en medio de una borrasca que le impide ver más allá de los cinco metros. A pesar de las inclemencias del tiempo, a nuestro conductor solo le queda hacer un alto para pasar la tormenta en un lugar seguro, o seguir avanzando pese a los peligros del temporal. La vida es de decisiones vitales.
Esta parodia no es absolutamente descabellada. Hemos de atravesar la carretera donde imperan, el fracaso, los desatinos políticos, los escándalos, el miedo y la desesperanza. Pareciera que estamos destinados a sucumbir, a padecer, y a no esperar nada bueno ni placentero, como si se tratase de una profecía autocumplida. El bienestar, por ejemplo, es una condición en la que dejamos de creer hace mucho tiempo, por suponer que formamos parte de un pueblo atrasado, inculto y envilecido. En otras palabras, el derrotismo es una parte indisoluble del carácter nacional. Muy a nuestro pesar, seguimos creyendo que otros harán el trabajo como el que Moisés hizo en el desierto. O que el dios de la justicia democrática obrará en nosotros el día menos pensado.
Por eso nos alejamos de toda explicación racional para no descubrir la verdad en su desnudez, y preferimos danzar y cantar en medio del abatimiento, confiando en el vaivén del destino. De hecho, la gente no quiere saber más sobre política,por desconfianza y porque a las masas les aterra la complejidad de los fenómenos. Hay quienes aseguran que todavía no somos un Estado fallido, mientras los pusilánimes, sibaritas en el arte de filosofar apuestan a que la dialéctica hegeliana hará lo suyo, sin darle crédito a la voluntad humana cuando la miseria empuja a los individuos a la acción. Pero, se necesita algo más que metafísica para sacar adelante a nuestro pueblo: necesitamos encargarnos de la historia y arrebatarles la estafeta a los políticos tradicionales: hasta donde sabemos, la historia nunca se ha escrito sin el lápiz de la acción.
Nuestro Estado se vino a pique en el siglo de la alta tecnología y la conectividad global. La inmoralidad institucional, solapada con leyes de protección social, maquilladas de buenas intenciones, pero con destinos oscuros, no hace más que ratificar el divorcio que existe, desde hace muchos años, entre el Estado y los ciudadanos. Esa desunión que prima entre el Estado y la sociedad civil es la enfermedad de la democracia, “la madre de la demagogia”, como bien decía Octavio Paz en “Tiempos nublados”, y es verdad.
Sin mapas, brújulas ni nada, es bastante probable que la fragmentación social nos conducirá – aunque suene desmoralizante- al desierto donde yacen las ruinas de los pueblos, cuyos hijos no tuvieron la virilidad de conjuntarse frente a las fuerzas del atraso, el desgobierno y el odio infundado. Son las mismas fuerzas que siempre nos han gobernado, las que nos encizañan para imponerse con la vieja treta de la división atribuida al gran Julio César.
La política tradicional no ha sabido conducirnos por el buen camino. Ahora nos aseguran que un tal socialismo democrático es la respuesta que todos esperábamos para llegar al puerto de la felicidad consumada. Los experimentos reformistas que hemos atravesado en doscientos años, ¿no son prueba suficiente de la ineptitud de nuestros políticos para conducirnos por el camino que tomaron los pueblos grandes? Eso sí: este padecimiento no será eterno: algo más terrible tendrá que suceder si no aprendemos a luchar como hombres y mujeres dignos de un mejor destino, para alcanzar el bienestar y el progreso que siempre se nos ha negado.