El sistema político y social hondureño es como una mesa con dos de sus patas bastante flojas; es decir, que es inestable e inservible.
En el caso de la democracia hondureña –o lo que queda de ella– dos de sus patas no funcionan: la seguridad ciudadana y la salud pública.
No funcionan por ineptitud gerencial y porque esa calamidad forma parte de un propósito
maquiavélico de largo alcance, pensado por alguna mente perversa o por un idiota desfasado de la historia.
Como nunca se había visto, el crimen y la ineficacia de los servicios públicos han llegado a su máximo nivel, pese al discurso de sus dos gerentes que justifican cada escándalo con un discurso carente de sentido frente a la realidad objetiva; una realidad que se muestra en los asesinatos y asaltos de rutina y en los cotidianos lamentos de los miles de pacientes que procuran asistencia en la malsana red hospitalaria nacional.
Frente a esa cruel situación, cualquiera se preguntaría: ¿cómo espera el partido en el poder ganar las próximas elecciones generales? Cuando la mesa tiene esas dos patas flojas, el sistema político pierde credibilidad y, en consecuencia, legitimidad.
Cualquier expectativa de victoria futura, dicta la lógica, debería irse desechando de
los presupuestos políticos del Gobierno, pues el fracaso de esas instituciones puede
verse tanto en los medios de comunicación como en las divulgaciones de los ciudadanos en las redes sociales.
La ineptitud, los escándalos, las disconformidades y las quejas en ambas secretarías forman parte de un plan de polarización que busca, entre otras cosas, fragmentar aún más a una debilitada oposición, distraer a la población de los problemas más profundos y acelerar las críticas que pudieran justificar medidas extremas en un futuro inmediato.
Además, la crisis reduce los espacios del debate sobre temas más trascendentales de la vida nacional.
En todo caso, las justificaciones son una especie de burla para los ciudadanos, cuando los burócratas juegan con datos que no mienten, pero que no borran los males; números que transforman la miseria en progreso y la inseguridad en confianza; todo ello en base a pequeños logros estadísticos que no cambian la esencia de la crisis, mientras en las calles, gente muere.
De nuevo: ¿cómo espera el partido en el poder alzarse con la victoria en las próximas elecciones si, bajo estos parámetros que la estocástica no logra borrar, la voluntad de los ciudadanos jamás podría inclinarse hacia el lado oficialista?
En principio, mientras la polarización haga su efectivo trabajo de desviar la atención del público, un sector de una dividida oposición partidista espera que un incorruptible sistema electoral, junto al voto de los indignados, incline la balanza a su favor.
Que los dioses de las polis los escuchen porque, así como vemos las cosas, mientras
el oficialismo maneje los ingentes caudales financieros para movilizar cuadros de prosélitos, favorecer el clientelismo, robustecer la efectividad arrolladora de troles y bots, el éxito podría asegurarse siguiendo con disciplina espartana los objetivos del plan estratégico.
Aunque a la mesa del sistema nacional le falten esas dos patas, eso no evitaría que un
demiurgo politiquero, surgido del más abyecto de los avernos, haga su perverso pero efectivo trabajo. Y que la democracia termine de derrumbarse.