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jueves, mayo 8, 2025

¿La historia?

REGRESAMOS graduados de LSU a buscar trabajo. Fuimos –confiando encontrarlo– a la empresa de un pariente, pero apenas aguantamos dos semanas, metidos en la
bodega, a donde fuimos a parar.

Sentado en una silla renca frente al escritorio destartalado del jefe de despachos a hacer inventario en un Kardex –la faena encomendada– de los bultos, transportados en camiones, que ingresaban y salían.

Por amistad de mi padre con el presidente del entonces Banco Nacional de Fomento, fuimos por contrato, analista financiero en el Departamento de Desarrollo Industrial. Allí, gracias a la asistencia de otros economistas de mayor experiencia, preparamos uno que otro
proyecto de factibilidad, requerido a empresas que solicitaban préstamos al banco.

Tampoco duramos mucho. El jefe de esa dependencia era un licenciado mal encarado, prestado del BCIE, a quien, de entrada, le caímos mal, posiblemente porque entramos
por recomendación de su jefe del piso de arriba.

Él tampoco duró mucho en el puesto, molesto por un editorial de OAF, –que concluía: “ahí donde digo, digo, no digo, digo, sino que Diego”– hablando del trato grosero que algunos encumbrados funcionarios daban a sus empleados.

La buena suerte fue que a los días el viejo se topó con el buen amigo gerente general de CONPACASA, que al preguntar si ya habíamos terminado la universidad –y al enterarse que trabajábamos en el Banco–ofreció pagarnos 100 lempiras más de lo que allí ganábamos, como gerente de la convertidora de papel y cartón.

Unas semanas antes Billy Handal, quien se desempeñaba en ese cargo, había empacado sus matates para montar su propia imprenta en San Pedro Sula.

El conocimiento de varios meses, ganado al frente de aquella litografía – donde entablamos estrecha amistad con los recordados compañeros, Antonio Torres Rubí, gerente de producción, y Lacho Elvir Rojas, jefe de personal– germinó en la iniciativa de montar un periódico.

Después de todo, mi padre había dedicado casi toda una vida al apasionante ejercicio del
periodismo –su solo nombre era sello de prestigio en esas lides– desde la dirección de Diario El Pueblo, el periódico de oposición política a la dictadura, y años después como director y editorialista en la prensa independiente.

“Montar un periódico –nos dijo, cuando fuimos con la idea, señalando con la boquilla del cigarrillo hacia uno de los rincones del dormitorio– es como intentar subir arañando, con la yema de los dedos de las manos, esa pared”.

Cuánta razón tenía. Tuvo que poner el valor de sus prestaciones y lo poco que obtuvo vendiendo unas acciones en la única empresa de la que era accionista para sufragar la cuota de ambos (el salario a mi apenas me ajustaba para el sustento familiar), del primer llamado de capital con que se constituyó la empresa mercantil, equivalente a la misma aportación hecha por los otros dos accionistas fundadores.

Recomendado por uno de ellos, –director en aquel entonces de un banco de integración– fuimos a un banco privado en procura de financiamiento –a sentarnos horas, tardes enteras durante varios días, esperando en una butaca a que el gerente lo negara– hasta que el buen amigo del Banco de Londres nos orientó sobre la facilidad ofrecida por EXIM BANK, para la compra de maquinaria, ofreciendo un colateral.

Así, ya con la rotativa asegurada y gracias a los créditos obtenidos en empresas de papel, le dimos viento a aquella desafiante aventura.

Con la invalorable ayuda del amigo Toño Torres montamos la maquinaria en una
galera alquilada.

Los cuartos de una casa continua sirvieron de oficinas. Ya instalados, mi padre convenció a Adán Elvir venirse a Tegucigalpa como jefe de redacción del rotativo, y a otros valiosos periodistas. Un 9 de diciembre, hace 48 años, en las primeras luces de la alborada, LA TRIBUNA apareció en las calles de Tegucigalpa y Comayagüela, –el primer periódico offset capitalino– voceado por canillitas.

(Ni prospecto eras –entra el Sisimite– pero las primeras semanas el diario salió a punta de anuncios de saludos de las empresas y comercios visitados durante el transcurso
de la mañana por aquel que dijimos. En horas nocturnas iba a dejar en un busito, a varios empleados del periódico que trasnochaban cerrando, ya que a esas horas no circulaban vehículos del trasporte público. Don Oscar llegaba temprano a pasar a una
máquina Olivetti –tecleando a velocidad inusitada, a papel pautado, con dos dedos de las manos– los editoriales que el día anterior había escrito, recostado en una silla reclinable de su dormitorio, de su puño y letra en una libreta amarilla de papel rayado.

-Bueno –ironiza Winston– seguramente vos estuviste supervisando los primeros tirajes
del periódico. Ni se te ocurría en aquellos tiempos ser platicador estrella de los cierres del editorial.

-¿Y te gustó –vuelve el Sisimite– el cuento? -Es que no es cuento –lo corrige Winston– es historia de la historia de lo histórico).

 

 

 

 

 

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