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sábado, mayo 3, 2025

El hilo frágil del poder

Gobernar ha sido, desde siempre, un ejercicio de ilusión y de desgaste. La historia es testigo de cómo el poder seduce a quienes lo contemplan desde la distancia, prometiendo gloria y trascendencia, pero una vez alcanzado, revela su verdadera naturaleza: una carga pesada, frágil y en constante amenaza.

Como la espada de Damocles, el poder cuelga sobre la cabeza de sus poseedores, sostenido apenas por un hilo de legitimidad que puede romperse en cualquier momento. En Honduras, la lucha por el poder sigue un guion predecible.

No se trata solo de alcanzar la cúspide, sino de aferrarse a ella con uñas y dientes, convencidos de que la voluntad popular es un cheque en blanco que justifica cualquier decisión, cualquier exceso. Sin embargo, la arrogancia con la que algunos ejercen el mando suele ser directamente proporcional a la fugacidad de su reinado.

No hay trono eterno, ni mandato absoluto. Quienes se sientan en la silla del poder lo saben, aunque finjan lo contrario. El gran engaño del poder es hacer creer a sus dueños que el tiempo está de su lado. La historia está llena de gobernantes que, en su momento de mayor influencia, se creyeron indestructibles. Pero la estabilidad política es un fenómeno efímero.

En los palacios, los murmullos de lealtad pueden transformarse en susurros de traición. La misma maquinaria que impulsa a un líder puede volverse en su contra. La política, más que una cuestión de ideales es una danza de intereses donde la arrogancia suele ser el primer síntoma de la caída. Séneca advertía que el poder es más un tormento que un privilegio.

Gobernar significa estar rodeado de aduladores que solo refuerzan los delirios de grandeza, construyendo una realidad alterna en la que el líder es infalible (ahora multiplicado al infinito por legiones de bots en las redes sociales).

Pero la verdad es otra: el poder es una fuente inagotable de descontento. Crea enemigos, aumenta los conflictos y despierta resentimientos. Un gobernante que ignora estas dinámicas no solo se aísla, sino que acelera su propia obsolescencia.

La soberbia de quienes detentan el poder se traduce en decisiones unilaterales, desprecio por la crítica y una noción equivocada de autoridad como sinónimo de impunidad. En esta narrativa, los gobernantes no se conciben como administradores temporales de la cosa pública, sino como los protagonistas de un destino colectivo que solo ellos comprenden y dirigen. Pero tarde o temprano, la realidad se impone.

La insatisfacción social crece, los errores se acumulan y la paciencia de los gobernados tiene un límite. El poder, en su fragilidad, es un test constante de inteligencia y carácter. Los grandes líderes son aquellos que entienden la naturaleza efímera de su posición y actúan en consecuencia. Gobernar con humildad es una rareza; hacerlo con arrogancia, un error repetido.

Quienes creen que el poder es un derecho inalienable y no una concesión temporal están condenados a enfrentar su propio ocaso antes de lo previsto. En alguna ocasión un exgobernante nos comentó que, según su experiencia, un gobernante, el día que toma posesión, debe comenzar a pensar en el último día de su mandato.

El poder también tiene un efecto narcótico. Convierte la democracia en un estorbo y las leyes en obstáculos incómodos. La tentación de doblegar las instituciones, debilitar los contrapesos y aferrarse al mando a cualquier costo es tan antigua como el ejercicio mismo del gobierno.

Quienes caen en esa trampa olvidan que la historia es implacable con aquellos que intentan torcer sus reglas y que los mecanismos democráticos que desprecian son los mismos que, tarde o temprano, terminan sacándolos del poder.

El caso de Damocles es aleccionador porque demuestra que el poder es, sobre todo, incertidumbre. En política, las victorias de hoy pueden convertirse en derrotas mañana. La soberbia de quienes se sienten intocables no los protege del destino inevitable de quienes abusan de su posición: la caída, el descrédito, el olvido.

La historia reciente de Honduras es fuente rica de ejemplos; funcionarios con ínfulas de rey ahora recluidos o huyendo de la justicia. Honduras ha visto pasar gobiernos con diferentes rostros, pero con similar incapacidad de reconocer los límites del poder.

Cuando las decisiones se toman desde el orgullo y no desde la razón, cuando el poder se confunde con propiedad y no con servicio, la historia se encarga de ajustar cuentas. El verdadero problema de quienes hoy gobiernan no es la oposición política, ni los medios de comunicación, ni las voces críticas que señalan sus errores. Su problema es el tiempo. Porque el tiempo no perdona y la historia no absuelve.

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