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sábado, mayo 3, 2025

Corrupción: La plaga que nos asfixia

Honduras enfrenta una crisis de confianza en sus instituciones que no es nueva, pero sí cada vez más profunda. La corrupción, lejos de ser un fenómeno aislado, es percibida como una estructura enquistada en todos los niveles del Estado.

Sin reglas claras y voluntad política para combatirla, los ciudadanos seguirán viendo cómo los recursos se desvanecen en redes de clientelismo y abuso de poder, con un impacto absolutamente devastador en el desarrollo del país.

Los datos publicados recientemente por Transparencia Internacional reflejan con claridad esta realidad: Honduras se encuentra entre los países peor calificados de América Latina en percepción de la corrupción.

Cada escándalo que se destapa no solo confirma la magnitud del problema, sino que refuerza la sensación de impunidad. La ciudadanía, cansada de promesas vacías, ha perdido la fe en los mecanismos de rendición de cuentas, mientras que la corrupción, más que una desviación del sistema, parece ser el sistema mismo.

Lo más alarmante es que, al igual que en otros países, en Honduras la lucha contra la corrupción no es realmente un objetivo común de los partidos políticos. En lugar de acordar reformas estructurales que fortalezcan la transparencia y castiguen efectivamente a los responsables, la corrupción se utiliza como un arma política para desgastar al adversario.

Se expone y se denuncia según la conveniencia del momento, pero rara vez se actúa con una visión de Estado. El resultado es un círculo vicioso en el que el país permanece estancado.

En este contexto, la falta de un marco normativo robusto es un enorme obstáculo (ciertamente no el único). Honduras no cuenta con una legislación eficaz para prevenir y sancionar la corrupción de manera integral.

Los pocos avances, como la creación de unidades especializadas o normas de acceso a la información, han sido insuficientes o, peor aún, desmantelados cuando resultan incómodos para quienes ostentan el poder. Sin instituciones protegidas de la injerencia política, el combate a la corrupción será siempre una farsa.

Por eso llegamos, como nación, al extremo de pedir auxilio a la comunidad internacional para una CICIH, que se obstaculizó por todos los medios posibles. El caso de países como Dinamarca demuestra que no se trata de la cantidad de corruptos que pueda haber en una nación, sino de la capacidad del sistema para detectarlos y sancionarlos de manera oportuna.

Las leyes y prácticas establecidas en esos países han reducido significativamente las oportunidades de corrupción, garantizando una mayor transparencia y confianza en las instituciones. En Honduras, en cambio, no solo faltan esas normas, sino que las pocas existentes se aplican de manera selectiva, reforzando la percepción de que la justicia no es igual para todos.

Para cambiar esta realidad, nos urge un marco normativo que establezca controles efectivos, garantice la independencia de las instituciones encargadas de investigar y sancionar la corrupción, y proteja a quienes denuncian estos actos.

Medidas como la creación de una Autoridad Independiente de Protección del Informante, que asegure que las denuncias sean investigadas sin temor a represalias y eliminar los vacíos legales que permiten la opacidad en la gestión estatal.

No obstante, la lucha contra la corrupción no debe limitarse solo a castigar a quienes ya han delinquido. Es fundamental implementar estrategias de prevención que eviten que estos delitos ocurran, pues ya cometidos resulta casi imposible reparar el daño causado.

Esto implica reforzar los mecanismos de control interno en las instituciones, mejorar los sistemas de auditoría y promover una cultura de ética y responsabilidad desde la educación primaria hasta la formación profesional.

La digitalización de trámites y la automatización de procesos administrativos pueden ser herramientas clave para reducir la discrecionalidad y el contacto humano en la toma de decisiones, minimizando así las oportunidades para la corrupción.

En fin, se trata de crear sistemas de gestión de riesgo que permitan identificar cualquier abuso dentro de las organizaciones y así remediarlo oportunamente. Pero ninguna reforma será suficiente si no se acompaña de un cambio en la cultura política del país.

Mientras los partidos sigan viendo la corrupción como un problema del adversario y no como un mal sistémico que requiere soluciones de Estado, cualquier intento de transformación estará destinado al fracaso.

Es hora de que la lucha contra la corrupción deje de ser un discurso electoral y se convierta en una prioridad real. Honduras no puede seguir así. La confianza de los ciudadanos en sus instituciones está en juego, y con ella, la viabilidad del país como una democracia funcional.

Sin normas claras, estrategias preventivas y una verdadera voluntad de cambio, la corrupción seguirá siendo el mayor obstáculo para el desarrollo y el bienestar de los hondureños.

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