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domingo, junio 16, 2024

Clemen, la libertad y la soledad

Tardé muchos años en comprender de dónde le brotaba la insurrección permanente a Clementina Suárez, ese reconcomio o deseo por no anclarse en ninguno de los espacios inmóviles de la sociedad, el pensamiento y la vida, especie de afán de descubrimiento constante, ansia de pretender siempre más. Por décadas, desde mi primer avistamiento de ella por medio de las anécdotas sobre su independencia personal, luego en la lectura de sus poemas amorosamente dedicados a lo más sagrado de ella misma, como para afirmar derrotero, y más tarde a través de una amistad siempre respetuosa y cálida en que yo la volvía a ver como los niños que a orilla del muelle aguardan el retorno de la nave de los obreros laboriosos, es decir de los héroes personales que le alimentan a uno siempre la imaginación, la conocí.

Debe haberme impresionado mucho en aquel entonces, hablamos de la década de 1960, cierta aura de magisterio cansado que ya la envolvía. Había recalado en diversos confines de la América nuestra de Martí, cruzado sus lagos y mares, dejado atrás amores y dolores (casi siempre la misma cosa) y aprendido que cada obra de arte es sólo la esperanza incógnita de la última frustración. Vides, Amighetti, Medardo eran los fantasmas siempre presentes en su pasado, pero de ellos dialogaba muy escasamente, quizás sólo para sembrarlos como puntos de referencia histórica dentro de una discusión. Lo que de ellos había aprendido era lo que quizás nunca habían pretendido educarle, la convicción de que ningún hombre jamás alcanza las fronteras de la intuición de la mujer, o que el arte no es una meta sino una partida, un tránsito, no una invocación. Aferrada a esos principios nos desgarraba a pedazos la ilusión del idilio a que aspirábamos al emborronar cuartillas, amarraba las cometas de los sueños y las sembraba en tierra, veía al Sancho Panza que se ocultaba tras nuestro Quijote personal, no sin algún dolor nuestro iba despellejándonos la placenta provinciana y nos dejaba desnudos frente a la cruda realidad: el escritor, el intelectual debían ser un ser íntegro, correspondientes entre su ambición y su personalidad, no se podía ser abogado usurero por la mañana y poeta en la oscuridad de la noche creadora, debía nacer una nueva generación literaria en Honduras ––iconoclasta, parricida, reinventora–– pero incluso para nacer había que merecerlo.

Fue así como descubrí su inmensa soledad. Este era el mismo mensaje que había venido inculcando a otros jóvenes de Centroamérica, la necesidad de replantearse el oficio desde las raíces, la aceptación del sufrimiento de no dejarse llevar por las corrientes sino el de hacerlas, la convicción de que, sin estudio, sin disciplina y dedicación no había poeta, no había novelista, intelectual, músico, pintor, escultor, maromero, artesano, teatrista, ensayista, cirquero. La calidad no se improvisaba, la imaginación era finita, el talento se ahogaba si no se le proveía el oxígeno de la meditación y la reflexión, los dones no eran eternos, los genios es cierto nacían pero más que todo se construían a sí mismos y también se pervertían en el sumidero infame de las bohemias municipales, lo que se asumía al querer ser artista no era un hedonismo sino una convicción, una misión, la de recoger, la de filtrar la luz para alumbrar a otros, no importa si encegueciéndolos, el arte sin ética era banalidad.

Y había reiterado esto hasta la saciedad, lo había practicado ella misma para ejemplificarlo, lo escribió, lo versificó, lo talló en sus mejores páginas, aparece en la sonrisa inquisidora en sus retratos, lo predicó, lo proclamó, lo anunció, lo gritó y ya hastiada de que no le escucharan lo vociferó, lo aulló, lo untó como plasta de insulto en la cara de los más distinguidos ideólogos y estetas, particularmente de su propio patio, arrebatándoles las máscaras, lo susurró, gimió con ello en su más dolida soledad, se abrazó a su creencia dudando de que fuera cierta, tan ignorada era, y finalmente se envolvió con ella, no sin cierta arrogancia, no sin cierto orgullo íngrimo que conservó hasta que fue empujada a la tumba.

Tenía razón, es indiscutible. En lo que parece haber errado es en la esperanza, pues muy pocos siguieron su consejo. Más bien toda una generación fallecida antes de nacer ––en lo literario, desde luego–– se dejó vencer por el tedio local, por el sopor del trópico, el spleen colonial, el agotamiento anticipado, el genio inventado, y luego sobre la República cayó también toda una lluvia pertinaz de sombra ––militarotes, marines, políticos, corruptos, la crema de la hez, si es que eso existe–– destinada a apagar cualquier chispa intelectual, toda independencia, toda rebeldía, la creación y la libertad.

A veces, pocas afortunadamente, en que siento flaquear mi propia vocación de escritor, basta recordar a Clemen para recuperar la fe, no importa si también se me destila como a ella, por dentro, ese rescoldo humeante, estrella opaca, agua empañada, niebla ceniza que es siempre la soledad.

SPS, abril 14, 2002.

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