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martes, abril 23, 2024

La política no me gusta

Una profesora universitaria me dijo un día del 2017: “No voy a votar en estas elecciones, a mí no me gusta la política”. ¿Quién no ha escuchado decir a otros que la política es para los corruptos o que este país está como está por culpa de los políticos?

Estas medias verdades y esas peligrosas aseveraciones son el producto de la ignorancia y la apatía por la política, que es hija de la primera. No importa el nivel educativo de la persona, ni su contribución a la sociedad de la que forma parte. Renegar de la política y de los políticos es una cosa, pero abstraerse de ella es condenar a un país a caer en manos de los que precisamente vitupera la gente honrada: de los corruptos que traen las desgracias institucionales.

Hemos escuchado hasta la saciedad aquella expresión que dice, “Nuestro país es bello, pero los políticos lo han condenado al fracaso y a la miseria”. Otra media verdad, pues resulta que quienes precisamente abjuran y maldicen a los políticos, forman parte, sin saberlo ellos, de las desgracias de su sociedad, ya sea por omisión o por inocencia. Al no involucrarnos en los procesos políticos, no solo electorales, sino también en las otras esferas en las que participamos activamente, estamos renunciando a la capacidad de influir en las decisiones que afectan directamente nuestras vidas y nuestras comunidades.

La representación política no implica, necesariamente, la afiliación a un partido político, aunque esta sigue siendo la vía legítima para obtener espacios en las decisiones que los políticos toman en nuestra ausencia. Pues resulta que cuando callamos o cuando dejamos de participar en los medios públicos o privados que están a nuestro alcance, los políticos pierden el sentido de las verdaderas necesidades y preocupaciones de la población. Este divorcio entre gobernantes y gobernados conduce a políticas públicas desconectadas de la realidad, agravando las desigualdades y generando un ambiente propicio para la corrupción.

Entonces: ¿somos, o no, parte de estas desgracias, de las que tanto achacamos a los políticos de oficio? El poder de la democracia estriba en la participación masiva, no solo en las urnas cada cuatro años, sino también a través de las opiniones, debates académicos, familiares y gremiales que se puedan generar para aclarar el horizonte político, y salir de la ignorancia que nos conduce a tomar decisiones erráticas.

En su obra “El pasillo estrecho”, Daron Acemoglu y James Robinson ilustran muy bien lo que decimos. Según estos autores, el estado puede representarse como un “leviatán encadenado” si los ciudadanos vigilan estrechamente sus acciones y decisiones políticas, o protestan cada vez que emiten leyes que privilegian a pocos. Cuando descuidamos esta sagrada misión, el estado se vuelve un “leviatán despótico”, es decir, en un poder que se reserva el derecho de tomar decisiones sin cuestionamientos de ninguna especie, y muy proclive a la corrupción institucional. Es el caso de las típicas autocracias y los autoritarismos que se han puesto de moda hoy día.

Finalmente, debemos recordar que la historia es ubérrima en casos donde la falta de participación ciudadana puede allanar el camino para regímenes opresivos que limitan las libertades individuales y colectivas. Por segunda vez pregunto: ¿Somos, o no somos parte de las desgracias que hoy nos aquejan?

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